El número de afectados y víctimas no para de crecer. A pesar de que su avance es imparable nadie parece hablar de ello, como si nombrarla estuviese prohibido, como si reconocer sufrirla estuviese condenado socialmente. Hablamos de la soledad, la gran epidemia silenciosa del siglo XXI que calladamente se extiende y afecta ya a una gran parte de la población occidental.

“Cada vez me pasa más, encontrarme con cadáveres de ancianos que llevan muchos días muertos, en avanzado estado de descomposición. No sé si está fallando la intervención social o los lazos familiares. Pero indica el tipo de sociedad hacia el que nos dirigimos”. Estas son palabras del magistrado Joaquim Bosch Grau. Cada vez hay más personas que mueren solas, en muchos casos, abandonadas por sus familiares y olvidadas por el resto de la sociedad.

Parece una paradoja, en el siglo de las redes sociales mucha, muchísima gente se siente sola. Cuando todo parece estar al alcance de un click, nunca antes ha habido más gente que declara sentirse sola.

Una de cada tres personas dice sentirse sola en los países occidentales.

La soledad tiene además un tremendo impacto en la salud pública que debe atender las consecuencias de esta epidemia (depresión, adicciones  y deterioro de la salud en general). Se estima que la soledad podría tener un impacto global calculado de 3 billones de dólares.

En el Reino Unido se ha creado el Ministerio de la Soledad para dar respuestas a una certeza: la cantidad de personas que viven solas no tiene precedentes en la historia. Desde 1960 se triplicó esa estadística.

En España la situación no es mejor. Casi cinco millones de españoles viven solos, y a medida que envejece la población, a velocidad de vértigo, serán muchos más. Una gran parte de ellos son ancianos que, en ocasiones, pasan meses sin que nadie se pregunte por su paradero.

En EEUU, nos encontramos con un panorama muy similar. Según una estadística publicada en Pnas, el número de ciudadanos americanos que no tendrán familia cercana se doblará en tan solo 25 años

Así pues estamos ante una epidemia global de todos los países occidentales.

Consecuencias de la epidemia: muertes ignoradas, suicidios y mucha soledad

Como indica el magistrado Joaquim Bosch, cada vez son más las personas, especialmente mayores, que fallecen silenciosamente y solos. En España crece el número de empresas dedicadas a las llamadas “limpiezas traumáticas”, limpiar los domicilios de estas personas fallecidas en soledad. En muchas ocasiones estas empresas son avisadas por los vecinos y comunidades de propietarios por el olor que se desprende de uno de los pisos.  Los casos se disparan en verano debido al efecto que sobre los cuerpos produce el calor.

Otra consecuencia de esta creciente epidemia, es el elevado número de suicidios en los países occidentales. Resulta llamativo que la tasa de suicidio de la población es mucho más alta que en los países subdesarrollados, donde teóricamente la gente, que vive con mucho menos, debería ser más infeliz. Sospecho también que el sentimiento de soledad es mucho más elevado en nuestro entorno. Otra paradoja más, un mundo hiperconectado donde este sentimiento  está en máximos. Este blog comenzó precisamente su andadura hablando del triste caso del suicidio asistido de Noa Pothoven con tan sólo 17 años de edad.

En el año 2014 se hizo un estudio en Francia sobre las llamadas al 112 de hombres que tenían ideas de suicidio intentando averiguar cuál era la causa de esas ideas. Sorprendentemente no era la depresión sino el sentimiento de soledad y aislamiento en un 23% de los casos.

En el caso de las mujeres el resultado era muy similar si bien la depresión y la ruptura de pareja igualaban en porcentaje al sentimiento de soledad.

En nuestros medios hay muchas campañas contra otras lacras de la sociedad como los accidentes de tráfico pero no las hay, ni se habla nunca de la lacra del suicidio. Casi 4.000 personas se quitan la vida cada año en España. El suicidio duplica las muertes por accidentes de tráfico y es la principal causa de muerte entre los españoles de entre 15 y 29 años de edad.

Tenemos que examinarnos seriamente, el grado de responsabilidad que tenemos todos en estar creando una sociedad tan individualista y utilitarista que arrincona a nuestros mayores y menosprecia muchas veces al inadaptado o incapacitado.

Esta misma semana una niña de 11 años con discapacidad fue literalmente echada de un campamento de verano por las quejas de los padres del resto de niños, compañeros de campamento. Qué extraordinaria oportunidad perdida por esos padres de inculcar a sus hijos el esfuerzo por acoger al diferente. Por desgracia esta no es la diversidad de la que se suelen hacer eco los medios. ¡Diversidad es mucho más que diferentes opciones sexuales!

¿Por qué hay tanta soledad en nuestra avanzada sociedad de bienestar?

Es indudable que la familia ha sido hasta nuestros días el gran antídoto contra la soledad. La fortísima caída de natalidad de los países occidentales así como la desintegración de la estructura familiar está teniendo un alto coste e impacto social.

Es indudable también que la irrupción del hombre tecnológico ha hecho mucho por incrementar esta epidemia. Las consolas han vencido a los libros y los móviles han perdido incluso la cercanía de la voz. Las miradas se han sustituido por likes y las cartas de amor han dado paso al tinder instantáneo. Hombres y mujeres estamos más lejos que nunca pareciendo que hay muchos que nos quieren convertir en enemigos. Las horas de redes sociales y consolas no paran de aumentar y las de paseos y cañas con confidencias disminuir.

La semana pasada asistí en un restaurante a una escena muy curiosa. Seis adolescentes reunidos en una mesa pero que apenas hablaban ni se miraban. Fijos cada uno con su mirada en el móvil sonreían de vez en cuando a la pantalla. Ignoro si hablaban entre ellos o con terceros. Extraña forma moderna de concebir la amistad.

Pero por encima de este efecto tecnológico, tengo un muy personal diagnóstico que pretende buscar la raíz última del problema que estaría detrás no solo de la epidemia de soledad, sino de muchos otros males que nos aquejan. El responsable sería el egocentrismo de una sociedad y sus individuos. Estamos acostumbrados a mirar derechos y no deberes, a exigir en lugar de pensar en dar, a pensar en definitiva en nosotros mismos en lugar de en los demás. No tenemos ojos para el vecino que sufre o se siente solo. Pensamos mucho más en cómo nos van a percibir los demás que en lo que puedo hacer para que los demás se perciban mejor a sí mismos. Priman las relaciones de interés o esporádicas frente a las de compromiso y permanentes, huimos del sacrificio, educamos a nuestros hijos, pocos y escogidos, en la máxima comodidad, en el premio fácil de lo inmediato y la cultura del esfuerzo apenas tiene ya cabida… Se prima el sentimiento y las emociones sobre la voluntad y el deber ser, en definitiva hemos hecho un mundo que se mira el ombligo y apenas mira más allá de él, donde la cultura del esfuerzo ha sido sustituida por la cultura de la recompensa inmediata enseñada ya desde la más tierna infancia.

Que nos creemos el ombligo del mundo tiene su reflejo en encuestas tan significativas como curiosas:

* Alrededor del 93% de las personas se consideraron a sí mismas como conductores “por encima del promedio”. Pueden ver el estudio aquí

* El 94% de los profesores de universidad creen que su nivel docente está “por encima del promedio”. El estudio aquí

* El 98% de nosotros nos consideramos más “agradables” que la mitad de la población, entendiendo agradables como más altruistas, empáticos, simpáticos, etc.

Podríamos seguir con unos cuantos ejemplos más de encuestas que demuestran cómo nos endiosamos y cómo, paralelamente, nos volvemos más agresivos e indiferentes al próximo.

Vivimos en la “ilusión de percepción asimétrica”, una consecuencia más de mirarnos el ombligo.

En una sociedad así los conflictos solo pueden aumentar, desde los más nimios, por ejemplo la agresividad vial, hasta los más complejos, tensiones interraciales, interterritoriales… Un idioma acaba siendo motivo de odio y exclusión y una raza de rechazo. Los conflictos sociales, políticos e interpersonales en una sociedad tan egocéntrica irán en aumento, el sentimiento de soledad y aislamiento de los individuos también.

No puedo terminar sin citar unas palabras de Benedicto XVI:

“Cuando Dios pierde su centralidad, el hombre pierde su justo lugar en las relaciones con los demás”.

La sabiduría clásica lo evocaba en el viejo mito griego de Prometeo: un hombre que creyó que podía llegar a ser él mismo “dios”, dueño de la vida y la muerte, muy por encima del resto de los mortales. Su soberbia sería finalmente el principal motivo de su sufrimiento y soledad, su particular cárcel del alma.

Hoy nos toca decirle al Rey que despierte, que su lujoso ropaje es un sueño y que en realidad yace desnudo, que si evita mirarse en el espejo con humildad y verse tal y como es terminará como Prometeo, sólo y en su propia cárcel del alma.

 

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